13.7.08


Regresos y sanaciones

La última vez que estuve en avenida Manuel Montt Nº 425 fue en octubre de 1973. Aquel sábado regresé cerca de las 20:00 horas. Gina y Beatriz salieron corriendo a encontrarme. Debía irme de inmediato. Hacía media hora que los carabineros de la 19ª Comisaría de Providencia, ubicada en avenida Miguel Claro Nº 300, habían partido. Un vecino, buen ciudadano experto en fabricar miguelitos durante los paros de los camioneros, les había avisado que allí vivía un terrorista experto en armas, fabricación de bombas y atentados diversos, que había estudiado en Moscú. Los uniformados se alarmaron en extremo. Aquella casa casi colindaba con el patio trasero de la comisaría, en que había una cancha multiuso. Y se imaginaron al terrorista apuntándoles con una ametralladora mientras jugaban graciosamente al basketbol, o volando la comisaría completa con una bazooka... No sabían que el arma más peligrosa que había manipulado era una honda...

Montaron un rápido operativo bien apertrechado en armas, vehículos y efectivos, que alertó a los vecinos en aquel atardecer. Encontraron a los dueños de casa, un matrimonio de edad, y dos de sus hijas (otra hija y los dos hijos varones estaban ausente). Hallaron una biblioteca de libros escritos en marciano, con signos extraños, nada comprensible, salvo los números. La gente decente escribe y lee en lenguas cristianas, se dijeron. Arrasaron con todo (¿el equivalente a cuantos estipendios mensuales, botellas de vodka, de vino, latas de caviar, contundentes kalbasa, frascos de kornichons, habría allí?). Al medio de todo, mi diploma, con la foto en que salía tan bonito. Se llevaron el paquete entero para “examen más detenido”. Los residentes les dijeron que yo me había ido hacía unos meses, no sabían de donde venía ni adonde había partido, un huésped poco parlanchín, retraído, quizás venía del campo, o del norte, vaya uno a saber… Carabineros permaneció allí una hora y media. Otro operativo en vista o la hora del rancho les hizo partir, dejando bien claro la ventaja de avisarles rápidamente en caso que yo apareciese. Lo mismo recomendaron a los vecinos.

Ese sábado apliqué una retirada estratégica. Dos días después volví en la oscuridad. Con los oídos bien abiertos, tratando de distinguir ruidos sospechosos con olor a botas, toda la noche conversé con Beatriz buscando las cinco patas al gato: ¿qué hacer? Ella también estaba complicada. Estaba haciendo su práctica en Digeder (Dirección General de Deportes y Recreación) que, extrañamente, dependía del Ministerio de Defensa. ¿Presentarse a las autoridades? Esta eventualidad nos traía a la mente la imagen de los corderos marchando al matadero. ¿Pasar a la clandestinidad? ¿Con qué recursos, con que red de apoyo, para hacer qué…? Sin considerar que esto podría significar confesión de pecados no cometidos. Llegamos a una conclusión salomónica: hacernos los lesos. Yo volvería a mi pueblo, ella seguiría en su casa, mientras buscábamos salir del país. Yo no tenía a donde ir, y tenía aún algunas cosas que hacer en Santiago. Julián me llevó a casa de Ho Chi Mihn, donde me apareció el primer par de canas. Pero eso lo contaré algún otro día.

Fui al Departamento de Personal de la repartición pública en que había trabajado hasta hacía unas semanas y, mientras mis amigos que trabajan allí miraban hacia el techo, vacié mi expediente para hacer perder mi rastro. Para facilitar mis trámites para emigrar me encontré con el problema de que mi diploma había sido expropiado y no podría mostrar mi calidad de profesional. Recordé que toda contratación en la función pública envía el expediente a Contraloría. Fui allí y lo pedí. El funcionario volvió examinándolo, pálido y asustado: ¿Sabe usted la suertecita que tuvo de que lo atendiera yo? Cualquiera otro, y usted en este momento estaría saliendo a la rastra y bien custodiado… Tuve la intención de abrazarlo y persignarme. No hice lo uno ni lo otro, y me fui tratando de disimular el temblor de las rodillas. Aún conservo aquella copia del diploma.

Nunca más volví a Manuel Montt. En 1974 dejé el país. Regresé en vacaciones recién en 1985 y luego en 1988. Volví definitivamente en 1992, radicándome en Viña del Mar. En ninguna de esas ocasiones me di una vuelta por aquella calle, aunque pasé varias veces por avenida Providencia en bus y en metro. Inconscientemente, me negaba a afrontar aquella pesadilla, temiendo inconscientemente que alguien me reconociera. En aquel tiempo, en la entrada había una casa de dos pisos donde funcionaba una Inspección del Trabajo. Al fondo había otra casa también de dos pisos, donde viví. En los ’80, en esa dirección funcionó la Revista Análisis.

Este viernes 4 de julio tuve que ir a Santiago, por gestiones en la embajada en preparación de mi viaje a Montreal. Al terminarlas, tomé el metro hacia el centro. Casi sin darme cuenta, me bajé en la estación Manuel Montt. Parecía un buen momento para cerrar aquel círculo. Desde avenida Providencia caminé hacia Eliodoro Yáñez. Tuve que cruzar la avenida “11 de septiembre”. En esa esquina, el “Rincón Brasileiro”, que avisa que “en este local se reúnen cazadores, pescadores y otros mentirosos”. El otrora barrio de pequeñas casas, panadería, fábrica de empanadas, ha cambiado su carácter, ante los garajes, pequeños boliches, grandes clínicas, la Universidad Mayor. Llego al Nº 425. Un gran letrero anuncia su actual vocación: Los Chavales, Taberna Española, y otro más pequeño especifica el menú: jamón serrano, chorizo, gambas a la plancha, tortilla española, calamares a la plancha, riñones al jerez, ostiones, callos a la madrileña, joder, coño! La puerta del pasaje está abierta. Al fondo, se ve la casa. No se ve a nadie. A la tercera pasada, me decido y entro hasta medio patio húmedo, vacío y feo. Tomo fotos. La casa parece más pequeña, destartalada, de un azul agresivo y triste a la vez, probablemente inhabitada.

Doy una última mirada a aquella casa en que Miguel Orrego y su familia –incluyendo sus hermanas Betty, Gina, Ana María y su hermano Patricio- me acogieron por año y medio y que, con su silencio aquel día del allanamiento hace ya 35 años, quizás me salvaron la vida. Nuestra universidad no estaba a la moda en aquellos días.

Foto: Miguel Orrego, primavera de 1965.