Hace cuarenta años,
yo aún no cumplía treinta. Era soltero, no tenía hijos. Trabajaba en la Oficina
de Planificación Agrícola, del Ministerio de Agricultura. Pensaba que mi vida
futura consistiría en ese proceso de acumulación de experiencias en todo
sentido, que es el destino de todos; que mi exploración futura del mapamundi
sería muy esporádica, que al respecto lo fundamental en tiempo y espacio ya lo
había vivido durante esos cinco años en la universidad en Europa. Pero que la
vida era estimulante en ese momento, todo un desafío: la tentativa de construir
cimientos y muros nuevos para el edificio nacional, con planos aún sin
completar, con modelos que, a lo lejos y aún aquellos que nos habían servido de
alojamiento por algunos años, no nos convencían; con vecinos en el mapa que nos
miraban airados por considerarnos un mal ejemplo y aún contagiosos.
Teníamos mucho
trabajo, que exigía muchas horas pero, sobre todo, libertad de espíritu,
buscando vías que solucionaran la falta de medios, con abundancia de alternativas,
luchando contra la tentación de seguir caminos ya trazados, pero de otras
geografías y de otros tiempos, de otras sicologías.
¿Fuimos demasiado
pequeños para la tarea, nos faltó empeño, imaginación, nos traicionó la
impaciencia, nuestra mirada fue demasiado luz de linterna (aquella que se
bifurca en todas direcciones hacia adelante), demasiado poco luz de laser (aquella
luz que se concentra en una sola dirección)? Ni siquiera el Tacnazo nos sirvió.
Después de un
cierto 11 de septiembre, fui exonerado como tantos miles. Pero tuve suerte: no
terminé en una tumba sino en el exilio. Aunque fue largo, demasiado largo.
Fuimos quizás demasiado
hombres del pasado, con poca capacidad para centrar la atención y el esfuerzo,
con demasiada búsqueda de protagonismo, con poca grandeza, ni siquiera para
comprender a Allende. Demasiado seguidores del reflejo de Pavlov: aún hoy
saltamos ante el reflejo provocado por los mismos estímulos, aun los de poca
monta, que nos presenta la vida... y el adversario.
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