Los dos golpes de Estado
De lo ocurrido el 11 de septiembre de 1973, hay un aspecto que se destaca poco: ese día hubo dos golpes de estado. Uno en el estricto sentido del concepto, dado contra la autoridad legítimamente constituida, contra dos de los poderes del Estado, el Ejecutivo en primer lugar, pero también contra el Legislativo, que fue disuelto (el tercero, el Judicial, no necesitaba ningún tipo de intervención, como lo demostró concienzudamente a lo largo de 17 años de dictadura).
Ese día, los uniformados y sus cómplices civiles olvidaron ciertos artículos de la Constitución Política del Estado de 1925, vigente en ese momento. Por ejemplo, el Art. 22: “La fuerza pública es esencialmente obediente. Ningún cuerpo armado puede deliberar”. También el Art. 23: “Toda resolución que acordare el Presidente de la República, la Cámara de diputados, el Senado o los Tribunales de Justicia, a presencia o requisición de un ejército, de un jefe al frente de fuerza armada o de alguna reunión del pueblo que, ya sea con armas o sin ellas, desobedeciere a las autoridades, es nula de derecho y no puede producir efecto alguno”. Más grave aún, arrojaron al tacho el Art. 3º: “Ninguna persona o reunión de personas puede tomar el título o representación del pueblo, arrogarse sus derechos, ni hacer peticiones en su nombre. La infracción de este artículo es sedición”. Y lo principal, el artículo 4º: “Ninguna magistratura, ninguna persona ni reunión de personas pueden atribuirse, ni aún a pretexto de circunstancias extraordinarias, otra autoridad o derechos que los que expresamente se les haya conferido por las leyes. Todo acto en contravención a este artículo es nulo”.[1]
Como dice un tratadista, tomar el poder por la fuerza no es un procedimiento jurídico de investidura gubernamental, pero es un procedimiento muy empleado en la práctica[2]. Aquí, una minoría ganó la batalla de las ideas y logró que sus intereses económicos se confundieran con los valores de la democracia y la nación, arrastrando a parte del parlamento, al poder judicial y las FF AA, con las cuales estaba unida por un cordón umbilical ideológico, hecho en buena parte de adhesión a principios valóricos teóricos, de temor al cambio y de desprecio a todo lo que olía a popular, a pueblo. Todo golpista busca luego justificaciones nobles a las peores y más bajas acciones. Lo que han logrado –pero implícitamente, porque nadie quiere hacerlo explícito, dadas las consecuencias- es demostrar que todos los valores e instituciones son relativas, incluyendo el honor, el respeto por el juramento dado, por la vida, la libertad, la salud de los demás, y la simple decencia.
El segundo golpe de estado se dio al interior de varias ramas de la defensa nacional. El almirante José Toribio Merino era hasta el 10 de septiembre subalterno inmediato del titular, almirante Raúl Montero, a quién suplantó en un golpe de fuerza como Comandante en jefe de la Marina. Lo mismo hizo el general César Mendoza, cuarta antigüedad hasta la víspera, reemplazando al general José María Sepúlveda como Director General de Carabineros. Allende había nombrado a Pinochet como Comandante en Jefe del ejército el 23 de agosto, ante la renuncia de Prats, presionado por el cuerpo de generales, incluida una manifestación ante su casa de un grupo de esposas de generales, y temeroso de romper la unidad del Ejército. Gustavo Leight había reemplazado hacía poco a César Ruiz Danyau, renunciado ante su negativa a continuar en el gabinete de ministros. Así, el golpe fue preparado por comandantes en jefe recién nombrados y por oficiales que no eran la primera antigüedad, que complotaron a espaldas de sus propios superiores jerárquicos. Ante esto, francamente, los conceptos de respeto por la línea de mando, de lealtad, de honor, se me confunden un poco.
Sobre las circunstancias que habrían empujado al golpe de estado se ha discutido –pero sobre todo se ha tergiversado- mucho. Tanta tergiversación requiere ir a lo esencial. Lo primero: la UP no estaba preparando ningún autogolpe, ni estaba en su programa el hacerlo. Después del 11 de septiembre no se encontró nada que lo probara. Segundo, no tenía los medios ni las condiciones objetivas ni subjetivas –para emplear un lenguaje de moda en aquellos tiempos- para hacerlo: no se prepararon ni para luchar, ni para esconderse, ni comprendieron la naturaleza de la reacción que se estaba preparando, como hemos expuesto en otro artículo. A lo más, puede acusarse al PS, el Mapu, la IC, la JRR y sobre todo al Mir, de ser boquilargos, hocicones, terroristas del lenguaje e imbéciles de hecho, irresponsables copiones de aspectos externos (lenguaje y hasta modo de vestirse) de experiencias extranjeras. Las víctimas de la represión, el heroísmo de varios cientos que lucharon largos años en la clandestinidad, sin medios salvo el corazón y los cojones, no pueden dejar de lado esta triste verdad. Por otra parte, la UP nunca tuvo una política de Estado de represión y persecución de los adversarios políticos. Todas las instancias, instituciones, elementos constitutivos de una sociedad democrática funcionaron a pleno régimen durante su gobierno.
El golpe de estado se dio por una sola y única razón: por la defensa de intereses económicos amenazados por la política del gobierno. La constitución del sector estatal de la economía y la reforma agraria eran el enemigo, no una hipotética república de trabajadores ni la dictadura del proletariado. Todas las políticas implementadas posteriormente por la dictadura así lo muestran. La doctrina de la Seguridad nacional (enemigo interno que debe ser destruido a toda costa, fronteras ideológicas, defensa del mundo libre por todos los medios) era el medio. El liberalismo a ultranza (el mercado regula todo, rol subsidiario del Estado, el proceso de privatizaciones, la educación y la salud como mercancías, el Plan laboral, etc.), el objetivo. Se torturó, asesinó, exilió, por razones de sana economía. Y no es una caricatura.
PAM/
1987
De lo ocurrido el 11 de septiembre de 1973, hay un aspecto que se destaca poco: ese día hubo dos golpes de estado. Uno en el estricto sentido del concepto, dado contra la autoridad legítimamente constituida, contra dos de los poderes del Estado, el Ejecutivo en primer lugar, pero también contra el Legislativo, que fue disuelto (el tercero, el Judicial, no necesitaba ningún tipo de intervención, como lo demostró concienzudamente a lo largo de 17 años de dictadura).
Ese día, los uniformados y sus cómplices civiles olvidaron ciertos artículos de la Constitución Política del Estado de 1925, vigente en ese momento. Por ejemplo, el Art. 22: “La fuerza pública es esencialmente obediente. Ningún cuerpo armado puede deliberar”. También el Art. 23: “Toda resolución que acordare el Presidente de la República, la Cámara de diputados, el Senado o los Tribunales de Justicia, a presencia o requisición de un ejército, de un jefe al frente de fuerza armada o de alguna reunión del pueblo que, ya sea con armas o sin ellas, desobedeciere a las autoridades, es nula de derecho y no puede producir efecto alguno”. Más grave aún, arrojaron al tacho el Art. 3º: “Ninguna persona o reunión de personas puede tomar el título o representación del pueblo, arrogarse sus derechos, ni hacer peticiones en su nombre. La infracción de este artículo es sedición”. Y lo principal, el artículo 4º: “Ninguna magistratura, ninguna persona ni reunión de personas pueden atribuirse, ni aún a pretexto de circunstancias extraordinarias, otra autoridad o derechos que los que expresamente se les haya conferido por las leyes. Todo acto en contravención a este artículo es nulo”.[1]
Como dice un tratadista, tomar el poder por la fuerza no es un procedimiento jurídico de investidura gubernamental, pero es un procedimiento muy empleado en la práctica[2]. Aquí, una minoría ganó la batalla de las ideas y logró que sus intereses económicos se confundieran con los valores de la democracia y la nación, arrastrando a parte del parlamento, al poder judicial y las FF AA, con las cuales estaba unida por un cordón umbilical ideológico, hecho en buena parte de adhesión a principios valóricos teóricos, de temor al cambio y de desprecio a todo lo que olía a popular, a pueblo. Todo golpista busca luego justificaciones nobles a las peores y más bajas acciones. Lo que han logrado –pero implícitamente, porque nadie quiere hacerlo explícito, dadas las consecuencias- es demostrar que todos los valores e instituciones son relativas, incluyendo el honor, el respeto por el juramento dado, por la vida, la libertad, la salud de los demás, y la simple decencia.
El segundo golpe de estado se dio al interior de varias ramas de la defensa nacional. El almirante José Toribio Merino era hasta el 10 de septiembre subalterno inmediato del titular, almirante Raúl Montero, a quién suplantó en un golpe de fuerza como Comandante en jefe de la Marina. Lo mismo hizo el general César Mendoza, cuarta antigüedad hasta la víspera, reemplazando al general José María Sepúlveda como Director General de Carabineros. Allende había nombrado a Pinochet como Comandante en Jefe del ejército el 23 de agosto, ante la renuncia de Prats, presionado por el cuerpo de generales, incluida una manifestación ante su casa de un grupo de esposas de generales, y temeroso de romper la unidad del Ejército. Gustavo Leight había reemplazado hacía poco a César Ruiz Danyau, renunciado ante su negativa a continuar en el gabinete de ministros. Así, el golpe fue preparado por comandantes en jefe recién nombrados y por oficiales que no eran la primera antigüedad, que complotaron a espaldas de sus propios superiores jerárquicos. Ante esto, francamente, los conceptos de respeto por la línea de mando, de lealtad, de honor, se me confunden un poco.
Sobre las circunstancias que habrían empujado al golpe de estado se ha discutido –pero sobre todo se ha tergiversado- mucho. Tanta tergiversación requiere ir a lo esencial. Lo primero: la UP no estaba preparando ningún autogolpe, ni estaba en su programa el hacerlo. Después del 11 de septiembre no se encontró nada que lo probara. Segundo, no tenía los medios ni las condiciones objetivas ni subjetivas –para emplear un lenguaje de moda en aquellos tiempos- para hacerlo: no se prepararon ni para luchar, ni para esconderse, ni comprendieron la naturaleza de la reacción que se estaba preparando, como hemos expuesto en otro artículo. A lo más, puede acusarse al PS, el Mapu, la IC, la JRR y sobre todo al Mir, de ser boquilargos, hocicones, terroristas del lenguaje e imbéciles de hecho, irresponsables copiones de aspectos externos (lenguaje y hasta modo de vestirse) de experiencias extranjeras. Las víctimas de la represión, el heroísmo de varios cientos que lucharon largos años en la clandestinidad, sin medios salvo el corazón y los cojones, no pueden dejar de lado esta triste verdad. Por otra parte, la UP nunca tuvo una política de Estado de represión y persecución de los adversarios políticos. Todas las instancias, instituciones, elementos constitutivos de una sociedad democrática funcionaron a pleno régimen durante su gobierno.
El golpe de estado se dio por una sola y única razón: por la defensa de intereses económicos amenazados por la política del gobierno. La constitución del sector estatal de la economía y la reforma agraria eran el enemigo, no una hipotética república de trabajadores ni la dictadura del proletariado. Todas las políticas implementadas posteriormente por la dictadura así lo muestran. La doctrina de la Seguridad nacional (enemigo interno que debe ser destruido a toda costa, fronteras ideológicas, defensa del mundo libre por todos los medios) era el medio. El liberalismo a ultranza (el mercado regula todo, rol subsidiario del Estado, el proceso de privatizaciones, la educación y la salud como mercancías, el Plan laboral, etc.), el objetivo. Se torturó, asesinó, exilió, por razones de sana economía. Y no es una caricatura.
PAM/
1987
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